El doctor Torrijos había comido un buen cocido madrileño aquel día. Viajaba plácidamente sentado en el autobús de vuelta al centro de salud. La tarde iba a ser larga, repleta de pacientes que, probablemente, demorarían su horario de salida. Le sobresaltó un sonido como de cañería atascada. Creyó que procedía de las tripas de la persona que viajaba sentada a su lado, sonaban como si estuvieran degollando un gorrino. Sorprendido, lo miró e inmediatamente el señor se dirigió a él:
—No se preocupe son cosas que ocurren a menudo.
El doctor advirtió en su voz cierto tono de tolerancia. Pero no tenía ni idea de lo que aquel hombre estaba hablando. Perplejo, le respondió:
—¿Cómo que no me preocupe, a qué se refiere?
—Me refiero a sus tripas, pueden escucharse en todo el autobús —afirmó el señor, risueño.
Por un momento le hizo dudar. Convencido de que el señor se hallaba en un error, le dijo con benevolencia:
—Perdone pero no son mis tripas, son las suyas.
—No señor, se lo aseguro —le replicó, sereno— no suelo tener ese tipo de problemas.
—Pues no lo entiendo, iba a ofrecerle un Aero-red.
—Tómeselo usted, yo estoy muy bien.
No supo qué decir. El autobús paró, se abrieron las puertas y comenzó a subir más gente. De nuevo, un tronar de tripas irrumpió en el autobús como un volcán en erupción. Detrás de él se escucharon unas risas y la anciana sentada a su izquierda no le quitaba la vista de encima. El doctor, de vocación, decidió insistir:
—Oiga, soy médico y le recomiendo que se haga un chequeo —intentaba ser comprensivo—. Esos ruidos no son normales.
—Le repito que no soy yo. ¿Cómo tengo que decírselo? A mí no me suenan las tripas. —Le explicó airado alzando la voz.
El autobús volvió a arrancar. La anciana de la izquierda reclamó la atención del doctor con un gesto, invitándolo a inclinarse hacia ella para hacerle una recomendación.
—Escuche señor, coja dos hojas de laurel, póngalas a hervir durante diez minutos y tómese cuatro tazas al día. —Susurró la señora con suma discreción.
—Gracias señora pero sé perfectamente lo que hay que hacer en tales casos, además, yo no tengo gases.
—Bueno, no se ponga así caballero, sólo pretendía ayudar. —protestó la señora.
—No me pongo de ninguna manera, simplemente le digo que no necesito tomar laurel. —Contestó con cierta irritación.
Volvió a escucharse un terrible estruendo, como si acabaran de demoler un edificio. Inesperadamente el médico pareció entender lo vergonzoso que podría resultar para aquel hombre reconocer un problema semejante. Trató de ser sensato, así que extrajo de un bote, un par de comprimidos y los depositó sobre la pierna de su vecino viajero. Éste, sorprendido, los tiró de un manotazo.
—¿Es que no me va a dejar en paz? —Le exigió— ¡Es usted un pesado, por el amor de dios!
—Lo hago por su bien, pero como usted quiera. —Respondió decepcionado.
—Creo que se está poniendo muy pesado ya con todo esto —protestó una señora de delante— no es necesario montar este espectáculo. Suficiente es ya escuchar sus tripas.
—Sí, debería de tranquilizarse ya y estarse calladito. —Dijo el señor de atrás.
—Es usted muy cansino. —Comentaron unos chavales del fondo que andaban mofándose por lo sucedido.
Todos los pasajeros protestaron por el comportamiento del doctor esperando recuperar la tranquilidad perdida de forma concluyente. El doctor Torrijos se levantó encolerizado y, dirigiéndose a ellos, sacó un manojo de medicinas de la bata.
—¿Es que no lo entienden? ¡A mí no me suenan las tripas! —Gritó desesperado.
En un arrebato de furia le lanzó un bote de pastillas a una señora:
—¡Tome, cuídese la garganta!
Al pasajero de los gases le dió en la cabeza con el bote de Aero-red.
—¡Tómeselo entero a ver si se atraganta! —gritó.
Lanzó dos cajas más, de medicamentos a los pasajeros que lo miraban con estupor y alguna que otra risa. Se abrieron las puertas del autobús, dio la media vuelta para bajarse y en ese preciso momento, un golpe en forma de sonoro collejón apresuró su salida. No se molestó en mirar atrás. Caminó como propulsado y con paso ligero, directo hacia la consulta, con cinco dedos marcados en la nuca.
Llegó a la consulta, abarrotada de pacientes. Salió de su despacho y se dispuso a leer la lista de los cinco primeros:
—Luis Flato Valencia, Josefa Jiménez Gil, Raimundo Gómez Gómez… —El primero de los nombrados entró mientras el doctor se acomodaba en su sillón y se ponía las gafas.
—Siéntese —le dijo, sin apartar la vista de la pantalla ordenador. —Se llama usted Luis Flato Valencia, ¿verdad?
Una espectacular explosión interrumpió la quietud de su despacho. El facultativo, desconcertado, alzó la mirada hacia el paciente para constatar que se trataba, otra vez, de aquel personaje del autobús.
—Lo siento doctor por el sonido de mis tripas, vengo a hacerme un chequeo. —Dijo apesadumbrado.
—Cierto, tiene usted un espantoso problema de flatulencia y esos apellidos que tiene no le ayudan —dijo con sarcasmo—. Francamente, es la segunda vez en este día que me topo con una persona como usted, hace un rato en el autobús… el sonido que producía era nauseabundo —lo miraba fijamente a los ojos esperando que su paciente lo reconociera.
—¿Qué puedo hacer doctor? —preguntó, desentendiéndose por completo de los comentarios mal intencionados de su médico de cabecera.
—Pues verá usted, yo creo que un problema como el que tiene no se lo quita ni San Judas —expresó con inquina esperando la reacción de su interlocutor— la única opción que creo posible contemplar es la del suicidio, ¿cómo lo ve querido amigo?
—No sé qué me intenta decir, está usted muy raro. Lo único que quiero es que me recete algún medicamento que me alivie. Estos sonidos son inaguantables.
—Así a priori, se me ocurre sacudirle un bofetón, ¿cree usted que podría venirle bien?
Otro estruendo volvió a hacer temblar los cimientos del edificio.
—¡Ay! doctor, qué mal me encuentro. —Se quejaba mientras con un codo en la mesa apoyaba la cabeza sobre la mano —no entiendo nada de lo que me está diciendo.
El esfuerzo era inútil. No estaba dispuesto a reconocer nada de lo ocurrido recientemente.
—Está bien —dijo el médico resignado a los hechos— le voy a hacer unas recetas pero de momento tómese un par de pastillas de esas que le di antes, ya sabe… —Le sugirió mientras escribía las recetas.
—No sé de qué me está hablando doctor —respondió con indolencia—. Iré directo a la farmacia a comprar lo que me dice. Por cierto, recuerdos de mi hermano —le dijo al doctor Torrijos mientras salía de su consulta.
—Me temo que no conozco a su hermano. Llevo trabajando aquí un mes escaso. —Le contestó, pero ya se había marchado.
Un trueno espectacular volvió a alterar el orden de las cosas en la estancia. El doctor miró a su alrededor y a su estómago después.
Abrió un bote de Aero-red y se tomó un par de comprimidos.
