La señora que se tragó un gazpacho con mucho ajo

imagesLa señora que se tragó un gazpacho con mucho ajo fue invitada al concurso de Jordi Hurtado. Los concursantes ocuparon sus lugares en el escenario con gesto circunspecto a excepción de la citada señora que no estaba compungida, tampoco estreñida, simplemente el ajo se le repetía. Durante su participación averiguó cada respuesta, la prueba de la calculadora humana, el reto, la edad de Jordi e incluso el número de zapato que calzaba el cámara. Respondía a las preguntas como un resorte, sin apenas pensar, como si en un papel las estuviera leyendo. Con el plató oliendo a dicha planta gastronómica y los contrincantes por ello aturdidos, la señora que se tragó un gazpacho con mucho ajo asumió todo el protagonismo. Jordi Hurtado llegó al programa ese día con una severa flatulencia pero a pesar de no sentirse demasiado cómodo hizo gala de sus mejores chascarrillos para tratar de acaparar la atención a la que está acostumbrado en su espacio televisivo. Pertinaz en el intento y tras algún exabrupto, agotó la paciencia de la señora que a todo respondía sin fallar.

Ante la pregunta: – a qué equivale la hipotenusa, la señora se acercó a Jordi para explicárselo de un guantazo. Le descolocó las gafas de tal forma que con la línea horizontal de los ojos pudieron verse reflejadas en su cara las líneas que conformaban un triángulo rectángulo. Acto seguido, dio su respuesta: – es igual a la suma del cuadrado de los catetos – mientras con el dedo señalaba sobre la cara cruzada del presentador. Jordi se la dio por buena.

Llegó el turno de respuesta para otro de los participantes. A pesar de que la señora con cierto disimulo eructaba, el olor denso y desagradable a ajo aumentaba en la sala. El siguiente oponente hizo alarde de su conocimiento con una actuación acertada, cuando algo llamó la atención del presentador. En el televisor de dentro del plató se veían planos inusuales, un primer plano del suelo, otro del pie de un espectador. Al acto se percató. Se vio impelido a rogarle a la señora que se tragó un gazpacho con mucho ajo que dejara de meterle el dedo en la nariz al cámara.

Prosiguió el concurso con su ritmo habitual. Era el turno del minuto de oro. La voz en off, tan popular como la de Jordi, sonaba en el plató para formular las definiciones de las palabras que a dicha prueba correspondían. En los últimos instantes de la prueba con el tiempo casi consumido comenzó a oírse la voz en off con gran dificultad. El concursante escuchó la definición de la pregunta entrecortada y así perdió la prueba. Jordi, alarmado, se dio la media vuelta. Observó, asombrado, cómo la señora se encontraba acosando a la voz en off. Pretendía obligarle a besarla en un violento forcejeo. Rápidamente, el personal de seguridad del programa acudió, porra en mano, a reducir a la señora. Los empleados de seguridad se emplearon a fondo para doblegarla. La dificultad para separarla de su víctima fue extrema. Trataron de reanimar a la voz en off, cuyo cuerpo yacía inconsciente en el suelo, pero fue demasiado tarde. Falleció casi al acto intoxicado por la fétida halitosis con sabor a ajo. El cuerpo de la señora que se tragó un gazpacho con mucho ajo quedó tendido en el suelo, también sin vida, vapuleado a porrazos por la acción del equipo de seguridad que fue implacable.

La tragedia se saldó con dos muertos y el cierre definitivo del programa tras veinte años de emisión. Jordi Hurtado, a la mañana siguiente, continuó el concurso en la cola del paro.

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Telebasura

imagesActualmente existe un programa televisivo en el cual se compite mostrando el talento artístico en todas sus expresiones, entre las que destaca, la musical, acrobática, humorística, etc. En esta ocasión, un concursante había leído e interpretado, con una gran voz, un fragmento del popular libro: “El Cipote de Archidona,” la segunda actuación trataba del asombroso talento de una equilibrista que creaba figuras con los pies apoyados en la minúscula punta de una especie de largo manubrio. Este programa denominado, en su versión española, “tú sí que vales” recibió en tercer lugar la visita de un adolescente dispuesto a mostrar su habilidad con el piano. Antes de tocar, lo advierten de que el jurado no alberga dudas de que no existe, para él, opción alguna de pasar a la ronda final del concurso. En programas anteriores disfrutaron ya de un verdadero maestro del piano. El chico hace caso omiso del comentario y comienza a tocar. Consumidos los primeros segundos de un buen comienzo, cruza las manos sobre el teclado, sin alterar ni una sola nota de la melodía, empieza a hacer alarde de su curiosa habilidad. El componente más benévolo del jurado eleva una ceja.

Acto seguido, entra un segundo piano a escena empujado por dos hombres hasta situarlo a la espalda del chico. Éste se gira cara al público, colocando una mano en cada teclado, continúa tocando la pieza, que a intervalos se va haciendo más intensa, sin fallar una sola nota. Los miembros del jurado cuchichean entre ellos. Con mucha destreza se quita un zapato y sube el pie al teclado que acompaña la melodía con sus notas. El público y los miembros del jurado se muestran sorprendidos ante sus facultades.

El pianista inclina la cabeza, hacia el teclado, da la impresión de que puede sentirse mareado, pero para asombro de los presentes, se encuentra interpretando un “solo” musical tecleado con la punta de la nariz. Picotea las teclas a una velocidad vertiginosa como lo haría la más rápida de las gallinas comiendo pienso en el corral. La melodía evoluciona “in crescendo” hacia el momento álgido de la pieza. Uno de los miembros del jurado se levanta de su silla sin perder un solo detalle ya que el chico empieza a intercalar la nariz con una de las orejas al mismo tiempo que usa ambas manos. A riesgo de desnucarse, se inclina hacia detrás tocando el teclado del otro piano con la cabeza. Todo el público en pie asiste incrédulo a un espectáculo cada vez más insólito.

La música disminuye momentáneamente su intensidad entre los sonidos agudos y delicados que conforman el comienzo del final del tema. Una de sus manos desaparece del teclado, se encuentra en su entrepierna. Se encuentra hurgando algo ahí debajo. Nadie puede creer que esté ocurriendo aquello. La gente con los ojos como platos observa anonadada cómo el adolescente saca el pene del interior de sus calzoncillos y se pone a taladrar simultáneamente y sin piedad el teclado de ambos pianos. En pleno paroxismo de su actuación, las teclas del piano saltan por los aires como el montón de huesos que vuelan, en aquella película de Kubrick, tras ser golpeados por un mono.

Se hace el silencio, entre sollozos, todo el mundo observa. El jurado va a proceder a dar su valoración.

Visiblemente alterados intentan articular palabra, entre titubeos, sus voces patinan. No creen acertar la manera de valorar lo que han visto. Una chica de los miembros del jurado saca fuerzas de flaqueza y se arranca a hablar con aparente entereza.

– Hola Jose Félix, voy a ser yo, quien se aventure a dar la primera valoración. Vamos a ver cómo se puede enfocar esto que hemos visto. Hemos asistido a un espectáculo sin precedentes. Has comenzado haciendo peripecias con las manos, después has procedido a picotear las teclas con la nariz, cosa que, si fueras chato, tu actuación habría perdido continuidad y lo mismo te digo de las orejas. A continuación, eso que has hecho con la cabeza hacia atrás – se queda pensativa – no sé cómo has logrado pulsar las teclas que querías pulsar. Me he quedado sorprendida. Pero con lo que más sorprendida me he quedado, como el resto de la gente que estamos aquí, es con el momento en que te has sacado el pito. ¿Qué digo, pito? El mandoble ese que te has sacado de repente, hijo. ¡Menudo pollón! – grita, desconcertada.

– Tengo que decir que a mí también me ha sorprendido – interrumpe otro de los componentes del jurado conocido por ser un gran showman – ese gran pito que portas. Sé que estamos fuera de horario infantil y que podría hacerlo pero no voy a competir contigo, la voy a dejar aquí guardada que es donde debe estar – dice dirigiendo la mirada hacia su entrepierna. – Hay que mencionar también el arte que tienes para descalzarte sin usar las manos. Para finalizar te digo que me ha encantado ver de lo que eres capaz, aunque es una lástima ver el estado en que has dejado los dos pianos que los de producción del programa han conseguido para tu actuación.

– Eso te iba a decir yo – espeta el más exigente y profesional de los componentes del jurado que trata siempre de emitir el juicio más acertado para cada concursante. – He de decir que me quito el sombrero ante tu actuación, sin duda, laboriosa, complicada y digna de un talento muy por encima de lo común. Te dijimos, antes de tu actuación, que por aquí pasó hace un par de días un personaje que es una eminencia del piano, un docto en la materia – expresa con seriedad y elocuencia – y que por ello lo tienes difícil pero ahora nos encontramos con que no sólo tocas muy bien sino que con esta actuación dejas a los grandes pianistas a la altura del pianista jocoso de los hermanos Marx. Por otro lado me ha parecido un espectáculo bastante grotesco que te sacaras la chorra y golpeases con ella los dos pianos hasta destrozarlos – comenta aparentemente irritado el tercer componente del jurado – ¿Sabes lo que cuestan? Los vas a pagar tú con el dinero que ganes aquí. Y de eso me voy a ocupar yo personalmente porque te voy a llevar a la final – grita emocionado. Creo que es unánime nuestra decisión así que te digo que:

¡TÚ SI QUE VALES! (gritan todos al unísono)

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La viejecita que cuando hace tope con la pared, hace el «moonwalker»

imagesHay una viejecita que vive en una casa sin amueblar. Se desplaza con pasos cortos con la espalda encorvada y la cabeza a medio girar. Tiene mala visión y en su salón quita los obstáculos para no tropezar. Cuando en una pared su cabeza hace tope se arranca a hacer el moonwalker y sale de su casa marcha atrás.

Sube a un autobús, ficha a una persona y le suelta paridas hasta que cambia de actitud. “La viejecita que cuando hace tope con la pared, hace el moonwalker”, se queda con la boca seca. Deja de decir paridas y se baja en el Retiro. Atraviesa, hacia delante, todo el paseo del estanque hasta que hace tope con un kiosco. Comienza su espectáculo. Marcha atrás, tiende una gorra en su mano. La gente se agolpa haciéndole un pasillo hasta la salida por la puerta de Alcalá. Con la gorra colmada de monedas y las suelas gastadas, se introduce, marcha atrás, en un taxi del cual está saliendo una persona.

– A la calle matadero, majadero, y dale cera que no llevo monedero y se me cae todo el dinero.

“La viejecita que cuando hace tope con la pared, hace el moonwalker” llega a casa, atraviesa el salón, hace tope con el televisor y se pone a hacer el moonwalker hasta el alféizar de la terraza contra el que se golpea con el culo, precipitándose hacia atrás. Como un tentetieso, permanece en el alféizar boca arriba balanceándose sobre su chepa. Sus pies siguen moviéndose como si estuvieran en contacto con el suelo. En uno de los balanceos se vence y cae al vacío.

La gente se agolpa alrededor del cadáver. – Qué buena señora era – comenta un vecino. – Estaba un poco chiflada – afirma una mujer. – Hacía muy bien el «»moonwalker» – añade un señor. – Qué es eso? – pregunta una anciana. – Pues aquel famoso paso de baile en el que te desplazas hacia atrás.

El señor, mientras da la explicación, le hace una demostración con mucho esmero, atraviesa la calzada y lo atropella un camión.

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Telecomunicaciones del futuro

TELEPATIA

Mami estás ahí? Oigo ruido en la cocina.

No hija, estoy en casa. Quieres que vaya?

No te preocupes, creo que estaba teniendo una pesadilla.

Ah!, estás durmiendo. Ven a dormir a casa, aunque aquí sigue reluciendo el sol está tranquila, ya se ha ido todo el mundo.

Perdona mami, no sé si escucho tu voz mezclada entre mis sueños. Me has invitado a ir a tu casa?

En efecto hija, tengo la cama lista para ti. La de tu antigua habitación. Ya puedes venir.

Gracias

TELETRANSPORTE

Tienes toda la cara de color violeta, qué te has echado?

Aquella máscara rejuvenecedora, ya sabes mami, no puedo ni abrir los ojos ni mover los labios durante ocho horas. Para cuando vuelva a abrirlos parecerá que no he estado hoy aquí contigo.

Y tú para mí habrás sido una simple imagen, una efímera ilusión tumbada sobre la cama. Ni tan siquiera te puedo dar un beso con esa extraña máscara que llevas en la cara.

Voy a tener toda esta semana muy ocupada, a ver si paso al menos una mañana a desayunar contigo. Por cierto, me he dejado en mi piso los sensores de alarma sin conectar te importa apretar el botón?

Para nada hija. Ya está.

Gracias. Hasta otro día mami, me despertaré en cinco horas.

Yo me acostaré en tres, hasta otro día hija.

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Pajas mentales

La última persona con la que me cruce corriendo me pegará sus cualidades físicas para siempre.

En cosas como ésta me dedico a pensar habitualmente. Lo sé, parece un ejercicio de inutilidad supina.

Voy corriendo por una pista en un parque. Los corredores la usamos en uno u otro sentido, es decir, puedo alcanzar a los que transitan en el mismo sentido que yo, o cruzarme con quien lo hace en sentido contrario. El asunto es que a menudo apuesto conmigo mismo que voy a ser capaz de sobrepasar al de delante en el momento en que ambos alcancemos, por ejemplo, la farola del final de la curva. Apuesto también que voy a cruzarme de nuevo con la persona que corre en el sentido contrario al mío mucho después del punto en que me crucé en la vuelta anterior. Esta diversión tan sui géneris me permite aguantar mejor el desgaste físico.

Como decía al comienzo, en esta ocasión me ha dado la ventolera de imaginar una idea fantástica que consiste en que la última persona que me cruce antes de parar la marcha me transmitirá, por arte de magia, sus cualidades físicas como corredor, para siempre.

Por ese motivo no pararé hasta reventar porque no hago más que adelantar a gente lenta, a puros principiantes. No es que yo sea un atleta profesional pero en este circuito pocos son más rápidos que yo. Sería terrible que se me pegara de por vida la resistencia de alguien que vaya pisando huevos. Me gustaría, por qué no, correr como el hombre más rápido de todos los tiempos. Usain Bolt.

Tendría que correr sin pausa hasta toparme con él en el país donde se encuentre. Atravesaría fronteras, autopistas, montañas, llanuras hasta llegar a la ciudad en cuestión. Al llegar exhausto a sus calles me vería rodeado de gente con cualidades físicas mediocres con lo que no podría flaquear, continuaría con más ahínco aún para no parar y convertir mi propósito en una debacle. Si lo viera, por ejemplo, en un restaurante, lo miraría y me sentaría a su lado. Parado y sin perderlo de vista tendría plenas garantías de haberme transmitido todas sus capacidades físicas. Por otro lado, si así ocurriera, los resultados de ambos en las carreras podrían ser idénticos, acabaríamos siempre empatados. Una posible solución a este problema podría consistir en coincidir con él durante uno de sus entrenamientos. En el transcurso de la prueba de los cien metros lisos, en el instante en que alcanzase su máxima velocidad, una persona tendría que hayarse allí, de pie, en la mitad de la pista de atletismo para propinarle un buen collejón que provocara un leve aumento de su velocidad. En dicho instante, tras observarlo, cerraría los ojos de inmediato parando mi marcha. Me habría transmitido su velocidad aumentada tras el golpe. Así batiría al mismísimo Usain Bolt. Sería yo quien poseyera el magnífico don de ser el hombre más rápido de la historia consiguiendo un nuevo y espectacular récord del mundo.

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Un final brillante

Me senté en el suelo al pie del estanque con las piernas cruzadas. Tendí la camiseta mojada sobre el escalón. Apoyé las manos por detrás de mi espalda introduciendo los dedos entre las tablas de madera que conformaban el falso suelo. Me encontraba inclinado frente al sofocante sol. El sudor corría por todo mi cuerpo, apenas las cejas impedían que las gotas superasen su dique. La música sonaba dentro de mis oídos. El cable pegado a mi pecho desaparecía en el interior del bolsillo. George Michael cantaba con su antigua banda, e intenta hacerle entender a su madre que es alto, guapo, fuerte y lo suficientemente mayor como para que confíe en él a cambio de no darle explicaciones acerca de sus fiestas y sus escarceos amorosos. En el siguiente tema cantaba sobre el Club Tropicana. Se encuentra en una fiesta, pide una copa y, apoyado en la barra, permanece espectante antes de decidir qué hacer.

Entreabrí los ojos como si elevase un toldo pesado y caliente. Mis piernas mojadas de sudor, estaban brillantes, tanto que parecían de plástico. Observé un trozo de madera astillada en el que podían apreciarse todas sus hebras en la misma dirección. Tocando el cordón de mi zapatilla había un clavo medio fuera, oxidado y en su cabeza se distinguía un relieve cuadriculado. La estampa que abarcaba mi vista parecía un fotograma, un cuadro, una ilusión inerte ante la quietud que me rodeaba. Me imaginé asomado al balcón de mis ojos analizando el brillo y la  luz increíble que desprenden los cuadros de un museo. Los más impactantes que recuerdo en cuanto a luminosidad son los de Vermeer. En efecto, él podría ser el creador de todos los cuadros de la sala. Una sala invadida por la luminosidad intensa de las pinturas como si fueran ventanas abiertas de par en par.

– Perdone, qué está haciendo? Escuché a mi espalda. – Estoy observando el cuadro. Respondí convencido. – Tenemos que limpiar el suelo. Espetó el jardinero.

Recogí mis cosas, me puse en pie y me fui con la música a otra parte. Y por supuesto, a ese museo no pienso volver.

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Pequeño bajón

Oye tú, si tú, que estás leyendo estas líneas. Tú, que reproduces en tu imaginación la cruda circunstancia de quienes protagonizamos tu lectura. Te crees con derecho a hacernos sufrir impunemente cuando se te antoje. Renuncia a recrear los momentos de crisis a los que aluden la mayoría de estos relatos. ¿Acaso te sientes mejor descubriendo las desgracias ajenas?

Si vuelve a llegar a tu correo electrónico un nuevo post procedente de este blog, no lo leas, lo único que haces es fomentar el afán por escribir del chiflado que te lo envía. No entiendo qué haces perdiendo el tiempo en leer tan absurdas historias.

El último relato que escribió el responsable de este blog se ha leído como poco unas treinta veces. Treinta veces pasando por la misma penuria, recibiendo un cacerolazo en la cabeza y siendo rechazado por la mujer que quiero.

Sí, en efecto, soy Mauro, el desconsolado protagonista del relato anterior que, nostálgico, llora. La culpa de todo la tiene mi perverso creador que en vez de regalarme la felicidad me ha castigado con un final despiadado. Tengo entendido que a menudo hace lo mismo. Podría ocuparse de su vida y olvidarse de la de los demás. Son ganas de arruinarle la existencia al prójimo. Debe de escribir movido por el despecho de una vida llena de sinsabores. Criticando y viendo la paja en el ojo ajeno. Paga sus frustraciones con los demás, creando historias tan despreciables como aquella que ha constatado mi abatimiento.

Yo, Mauro, siempre he tenido una visión positiva de la vida pero me he visto involucrado en una historia de infortunio que, de manera insólita, resuelvo con aspereza. Yo no soy así, tal comportamiento es responsabilidad única del mezquino ser que la escribió, y es que, cree el ladrón que todos son de su condición.

¿Qué puede haberlo animado a castigarme con tan burda infamia? Seguramente escribió acerca de sus propios sentimientos, pero ¿por qué no lo hizo en primera persona? ¿Acaso no se le ocurrió y el azar me ha seleccionado como víctima de una decisión indefectible? Si el susodicho individuo se siente apesadumbrado no es de mi incumbencia. Quizá el muy osado haya pretendido que él y yo seamos la misma persona.

Me niego en rotundo a aceptarlo, él solo debe asumir su propia desdicha. Aunque de sus miserias me ha hecho partícipe. El muy canalla se ha desahogado conmigo.

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Compartir… ¿es vivir?

El bueno de Mauro ha colocado un gran tablón de madera para comunicar su ventana a la de su vecina de enfrente atravesando el patio. A priori, nadie lo entendía pero todo son ventajas. Puede entrar en su casa para lo que se le antoje sin necesidad de incordiarla. Le divierte entrar en su propio hogar sin la certeza de saber si tendrá o no compañía. Toda la vecindad ha sucumbido ya a su idea. Desde la última planta observa un entramado de maderas cruzando el patio. Hay quien ha colocado dos o tres maderos por ventana, incluso sacado una mesa y sillas para sentarse a tomar una cerveza. Ante la necesidad de penetrar en la intimidad de las casas de otros pisos se han atornillado varias escaleras metálicas que comunican la ventana del cuarto con la del tercero y la del tercero con la del segundo por la pared opuesta, y así sucesivamente, siendo necesario transitar por todos los tableros para alcanzar el piso bajo.

Ayer por la tarde, Mauro se encontró en su casa al vecino del bajo sentado en su sofá con sus amigos, viendo una película de Tarantino de aquellas que tan bien tiene clasificadas sobre su estantería. No es que le caiga mal ese hombre, pero tenía la intención de ver con su vecina de enfrente, por primera vez, esa película, cuyo final ahora conoce. Habrá que ser condescendiente, pensó, ya que en otra ocasión Mauro entró en casa de este vecino inoportuno y se hinchó a comer unas sabrosas galletas que guardaba en la cocina. Saciado, se acomodó en una de sus camas y repentinamente le entró sopor. Al rato una chica lo despertó. La prima del anfitrión se había mudado allí aquella noche. Algo sorprendida, le dijo: —hola—, ya se conocían de cruzarse en el patio. Le hizo un sitio en la cama, por supuesto, no iba con él acaparar sin compartir.

Amanece un día soleado, Mauro no ha dormido bien por culpa de unos ronquidos espantosos procedentes del patio. Aunque no es eso lo que ocupa su mente. Ha vuelto a soñar con ella. Sí, me refiero a la prima de Amancio el del bajo. Con regocijo se dispone a dar una vuelta por el patio y sincerarse con ella. Puede que el muy ingenuo se haya enamorado. Desciende al tercero donde “Marcelino” se halla jugando a funambulistas con una vara larga. Un piso más abajo se topa con una barricada. La señora del segundo ha resuelto sacar todo su trastero al patio. El escaso espacio de acceso al interior de su vivienda no invita a entrar plácidamente. En la primera planta, sus pies aterrizan sobre un cuerpo movedizo y a continuación escucha un quejido. Un individuo amodorrado se encuentra en el interior de un saco de dormir con la cremallera totalmente cerrada. Hacinados en casa, han de agotar cualquier recurso. Descubre por fin de dónde provenía el estrepitoso resuello de esa noche. Sus pies alcanzan los peldaños de la escalera metálica que desciende al bajo. Por encima suyo escucha un alboroto, una vara larga lo despeina al caer por el patio, el funambulista perdió el equilibrio y se precipitó al piso de abajo. Navegando torpemente entre los trastos de Micaela, desencadena una lluvia de cacharros. Una cacerola golpea a Mauro en la cabeza y éste, indolente, se apresura introduciéndose con destreza por la ventana. Saluda cortésmente a su vecino que se encuentra repantingado en el sofá, detrás de una mesa de centro que soporta las migajas de lo que se intuye fue un desayuno suculento. Atraviesa el salón y se dirige a la habitación de la bella muchacha que aún yace en la cama y junto a ella un hombre.

—Hola, qué sorpresa no te esperaba por aquí —dice ella con serenidad obviando lo violento de la situación. La cara de Mauro es un poema.

—Venía a decirte algo pero no creo que sea buena idea. Tal vez, si supiese quién es la persona que duerme contigo me ayudaría a decidirme —le insinúa atribulado.

— Eso da igual, ¿qué tienes que decirme? —pregunta ella amablemente.

—Me gustaría que vivieras en el cuarto piso, conmigo. Te quiero sólo para mí —emocionado, se declara a ella.

—No es necesario que viva contigo para seguir viéndonos. Me tienes cuando quieras —responde con desenfado y esboza una sonrisa.

—No me has entendido, te estoy hablando de compromiso —continúa Mauro, sentimental y contrariado.

—Claro que te he entendido pero —se gira hacia la persona que duerme en su cama— él también me quiere. ¿Acaso no estamos ya viviendo todos juntos?

Consternado permanece absorto unos instantes ante la voz de atención de la chica por él ignorada. Todo aquello se le ha ido de las manos. Quizá un brote severo de carcoma solucione el problema. Reanuda firme la marcha por el pasillo, esfumándose de allí por la puerta de salida.

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El primero en darse cuenta fue Stevens (1977)

…ahora me doy cuenta de que me encuentro cómodo escribiendo frente a la pantalla del ordenador. Éste es un estímulo procedente del mundo exterior. Me doy cuenta de que me asaltan múltiples ideas a la mente. Esto es un pensamiento, es un estímulo del mundo interior. Me observan, deben pensar que estoy estático, como hipnotizado. Se trata de una percepción subjetiva. No tengo la certeza de que sea real, por lo tanto, este pensamiento es producto de la fantasía. Tengo la imperiosa necesidad de escribir sin cesar aquellas palabras que me brinden la frase adecuada. Es un estímulo del mundo interior. Ahora me doy cuenta de que comienza a molestarme la pierna izquierda cruzada sobre la derecha y necesito cambiar de postura. Éste es un estímulo interior deducido de un estímulo exterior. El teléfono suena una y otra vez. Es un estímulo exterior. El responsable de la llamada debe haberse hartado al no obtener respuesta. Tal estímulo es producto de la fantasía. Me doy cuenta de que me encuentro sumido en un análisis constante de mis sensaciones. Este estímulo procede del mundo interior. Me sobresalta el zumbido de un insecto en el mundo exterior. Decido no acudir a una reunión importante, estímulo del mundo interior, el tiempo es tan desapacible que seguramente los demás tampoco asistan. Éste es un estímulo producto de la fantasía…

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¿Sabes?

A veces pienso lo maravilloso que sería fugarnos los dos de este país, a un lugar donde nadie nos conozca, donde podamos comenzar una vida nueva. Libres de ataduras, desvinculados de cualquier síntoma que pueda desvelar nuestra procedencia. Cortando las raíces que nos permitan volar dejando atrás lo bueno y lo malo. Emancipados de sentimientos ancestrales por los que sentir añoranza, desnudos, como cuando nacimos. Huiríamos sin mirar atrás, hacia un futuro efímero en el que, tras una década, elegiríamos consumar nuestras vidas dejando un joven recuerdo. ¿Más… para qué? Cuánto más aprovecharíamos el tiempo conociendo de antemano el año en que la guadaña se afile por nuestra causa. Vagaríamos descubriendo el mundo, concediéndonos caprichos inconfesables hasta alcanzar el súmmum del placer. Cuando ya nada fuera perfectible, saltaríamos al vacío. Serían unas largas vacaciones cuyo final podría representar el último fotograma que subsistiese en nuestras retinas sin permitir un atisbo de nostalgia tras de sí. Exultantes, se nos vería alejarnos, nuestro periplo concluiría a bordo de la barca guiada por los remos de Caronte. Al fin y al cabo, qué es la muerte sino otra etapa de la vida. ¿Acaso no encontraremos en ella la paz que en tantas ocasiones hemos ansiado?

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La gran-jarana

De vuelta a la casa de la pradera, Noelio decide crear una granja repleta de animales. Dormido en su sofá sueña con encontrar un ejemplar de cada animal. Una extraña voz comienza a narrar la acción:

Con su…

clásica bravura comienza a
hacer docenas de caminos buscando a través del desierto, hasta que al atardecer
acaba lloviendo.
Va cayendo la noche y, súbitamente, aparece vestido de negro con un
palo macizo en la mano como un
tuareg allí nada encuentra.
Días noches buscando con tanto viento que, con su
capa volando frente a sus ojos,
no ve jamás lo que tiene delante.

Si tu destino deseas cumplir cada una de mis palabras has de escribir.

Un intenso destello lo despierta. Noelio recuerda todas y cada una de las palabras que pronunció la tenebrosa voz del sueño. Coge una tiza y escribe sobre su encerado. Extraños sonidos a su espalda lo invitan a girarse. Milagrosamente, una cabra, un cerdo, un caballo, una vaca, una paloma, una gallina, un asno, un pavo, una oveja, en su casa se encuentran poblando el salón. De tal prodigio de fe, el lector, engañado, ha participado. Frotando la lámpara que un dios creó, la magia de su interior ha aflorado.

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El revólver más rápido

La muerte aparece sobre el horizonte del desierto como un espejismo. Avanza, lenta e inexorable, portando el revólver que arrebatará cinco vidas. Sus víctimas lo divisan impasibles y desafiantes como estatuas firmes en el suelo. La cálida brisa corta, sibilante, el frío silencio. Hierática e impávida, la muerte refleja en su retina la imagen de cinco hombres condenados. Espera, implacable, el exiguo guiño de su ataque.

En una fracción de segundo, se desploman contra el suelo. Uno de ellos sobrevive postrado sobre sus rodillas. Observa estremecido la desolación que lo rodea.

Un nuevo duelo tendrá lugar. Enmudecido y sudoroso revivirá lo sucedido, conociendo ahora su final inevitable. Efímera será su esperanza de no compartir por lecho el cadavérico suelo. Ejecutado, como los demás.

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Ducha matinal

A punto estoy de perder la consciencia

En equilibrio sobre los pies, cegado

bajo finos hilos de agua cálida, paralizado

Sumido en un repicar de sutil cadencia

Cada gota contra mis párpados choca

detrás vislumbro la lluvia que calla

con su huella sobre arenales de playa

me taladra la cara, va llenando mi boca

Como una gárgola que desborda el agua

del cuello hacia el pecho forma un caudal

concilia mi vello, buscando su lecho final

y en un arroyo sinuoso de venas…mengua

Postreros chorros crean largas cascadas

caen al vacío patinando raudo por la nariz

alisando el cabello, rodando al codo en un desliz

quedan extinguidas, incontables partes divididas

Del simple goteo se escucha el sonido

Languidecida el ansia, se aclara el día

tras el letargo silente ya desvanecido

suspiro intenso… rebosante de energía

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Cuatro «sobres» sin sello

Sobre una bici desciendo
una ladera escarpada,
un lodazal delimitado
por un frondoso follaje.
Miles de briznas peinadas
forman el verde.
Sobre una balsa de barro patino,
describo una curva
que mi eterno viaje perturba
en un angosto sendero.
Tela de algodón
que se ha de humedecer.
Sobre la espesura de vasta hierba
aterrizo,
como en un suave jergón
al dolor ha burlado.
Me repongo jubiloso, deleitado
por la gratitud del paraje.
Sobre los pedales allanaré el camino
de bienandanza sembrado.
Sin remordimientos, tan solo coraje,
abocado al azar de esta andadura sin bagaje.

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Free

 

…y en esta autovía ha tenido lugar un accidente más durante este trágico fin de semana de julio. La víctima conducía a gran velocidad, el coche colisionó contra el quitamiedos arrancándolo de cuajo y salió, literalmente, volando por un barranco de más de cuarenta metros de altura hasta empotrarse en el suelo. Con ésta suman ya veintiocho el número de víctimas que este sábado…

Exactamente. Así ha ocurrido, reportera. Pero mi muerte ha sido especial. No podía evitarlo. Viví mis últimos minutos en un éxtasis incomparable. Me encontraba pletórico, sumido en una maravillosa euforia estimulada, más aún si cabe, por la velocidad, y la música… esa música. No podía dejar que acabase.

“Let your mind be free”. Éste era su único mensaje.

Todo ha terminado y no me arrepiento. Dejad mi cuerpo ahí tendido que sea pasto de los gusanos, dejadlo libre, no me importa.

Libre, como soy yo ahora.

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Que todo el mundo lo sepa

Que todo el mundo lo sepa 12-04-2011 enviado 08:29

Debo compartir con todo el planeta la verdad de nuestra existencia. Aquello que lo explica todo y que da respuesta a cientos de misterios sin resolver en la historia del hombre. No estamos solos, nunca lo estuvimos. Estamos colonizados por civilizaciones de inteligencia superior a la nuestra. Se encuentran mezclados entre nosotros, no se les puede distinguir, han evolucionado creando un tipo de híbrido medio humano.

He de irme, intuyo próxima su presencia, podrían detectar mis ondas cerebrales alteradas por la escritura de este e-mail.

Que todo el mundo lo sepa 13-04-2011 enviado 08:25

Escribo desde un miniordenador portátil. Estuve integrado en una de sus sociedades invisibles situada en los pirineos orientales. Ahora tengo apariencia de soldado, me envían junto a cuatro soldados más a un cuartel en Aragón.

Que todo el mundo lo sepa 15-04-2011 enviado 23:45

El teniente coronel Maldonado del cuartel general de Igriés, ha muerto de un disparo en la sien. Yo custodiaba la puerta de su despacho cuando sonó el disparo. Tengo el deber de entregar el informe de lo ocurrido en el que consta el suicidio como causa de la muerte. Es totalmente falso.

Que todo el mundo lo sepa 17-04-2011 enviado 20:49

He logrado escapar de toda esta locura. He sido sometido a una presión inaguantable. Sospechaban de mí. Ellos no titubean, mantienen controladas sus emociones, tienen claras sus decisiones. Muchos de ellos, los híbridos, parecen humanos y se integran en sociedad bajo nuestros techos. Los más longevos tienen las piernas largas y muy delgadas, pero no las usan para andar, vuelan a un palmo del suelo arrastrando la punta de los pies, que mantienen juntos y aparentemente muertos, desplazándose como si estuvieran sobre una cinta transportadora. Su cuerpo y brazos parecen un lastre impelido por su enorme cabeza que avanza. Tienen una piel de aspecto verdoso y mortecino. La expresión de sus caras es hierática y fría. Pueden hacerse invisibles a nuestros ojos. Son repugnantes.

Que todo el mundo lo sepa 17-04-2011 enviado 21:32

Me encuentro en pleno bosque. Ha anochecido por completo. Huía de ellos conduciendo, me empujaron y caí por un pequeño barranco. Tras el accidente, cogí el ordenador y me introduje entre los árboles. Puede que me haya fracturado un par de costillas.

Que todo el mundo lo sepa 17-04-2011 enviado 22:25

He intentado salir de esta especie de trampa en la que me encuentro pero es imposible, me están esperando arriba. Ahora sé que voy a morir. A todos quienes habéis leído estos mensajes, hacedlos llegar a autoridades de confianza. Conduje durante unos veinte minutos hacia Sabiñánigo por la N-330. No sé en qué kilómetro me encuentro. Me estoy helando de frío, se me agarrotan los dedos.

Que todo el mundo lo sepa 17-04-2011 enviado 22:34

Me encuentro metido en todo este embrollo por culpa de unos ejercicios de meditación. Sin saberlo, me comuniqué con ellos.

No sé cuándo nos visitaron pero conviven entre nosotros desde hace varios siglos. Ellos dirigen el devenir de nuestras vidas. No contamos, obedecemos inconscientemente, estamos manipulados por su influjo energético capaz de alterar nuestras mentes y mermar el potencial del cerebro humano. Nuestro cerebro es como un teléfono móvil nos comunica entre nosotros. Tenemos un poder tan grande como el de nuestros represores, está en nuestra naturaleza poder disfrutar de percepciones extrasensoriales. Estoy hablando de la cuarta dimensión.

Ciertamente, no existe problema psicológico en la mente humana ya que es capaz de curarse a sí misma. La falta de concentración, los miedos sin fundamento, la psicopatía, esquizofrenia, locura no son sino el resultado de un complot a escala mundial. Distorsionan nuestro pensamiento para fomentar el caos y la incomunicación de la humanidad para su control absoluto. Se nos ha hecho creer que somos individuos marginados que padecemos algún tipo de patología. Semejante confusión mental no es más que nuestra habilidad innata que trata de aflorar y manifestarse. Cualquier trastorno desde una simple fobia es el fruto de una percepción extrasensorial distorsionada. Si todos intentásemos analizarlas concienzudamente podríamos predecir la existencia de los seres abominables que nos esclavizan.

Tengo que dejarlo aquí, no puedo seguir escribiendo.

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Soy un calcetín

Se venden por pares para dar calor a los pies. La esperanza media de vida de unos calcetines es de unos tres años, pero éstos de los que hablo ya tenían seis. Estaban ajados, rotos y su tela podrida aún calentaba los pies de un hombre grueso, sedentario y desaseado.

Se encontraba reunido en casa de unos amigos cuando uno de ellos comenzó a percibir un olor nauseabundo. Desde su asiento extendió el cuello y olisqueó, cual sabueso. Concentrado en descubrir la proveniencia del fétido aroma, se incorporó. Su gesto cambió por completo al percibir la estela de hedor que lo guiaba al origen localizado en unos pies cruzados sobre la mesa.

Entre risas e insultos el orondo personaje fue expulsado de la casa. Se sentó en la cama de su dormitorio y se quitó los calcetines. Enfurecido, los lanzó contra el suelo, pero éstos, extraordinariamente, salieron corriendo. Se quedó perplejo. ¡Se movían, tenían vida propia!

Atrapó los calcetines, con la dificultad de quien intenta cazar una lagartija. Los tiró a la basura y lanzó la bolsa al contenedor de la esquina. Con el golpe, se rompió y uno de ellos logró salir.

El calcetín superviviente estaba consternado por la repulsión que le profesaba su dueño y decidió emprender un viaje en busca de un nuevo amo. Tufo era su nombre, caminaba por las aceras desesperado. La gente percibía su olor y huía despavorida. Otros, sorprendidos de pleno por su aroma, ante la imposibilidad de escapar, tras varias arcadas… vomitaban. Los conductores se ocultaban tras las ventanillas de sus vehículos, las subían con apremio dejando entrever muecas de incredulidad frente a una peste de tal calibre. Decenas de motoristas perecieron en accidentes al cruzarse con Tufo.

Entre sollozos, observó que se encontraba al lado de una lavandería. Se armó de valor para irrumpir en ella frente a un numeroso grupo de señoras que vomitaron al verle. Ipso facto, se encontró solo. Echó tres pastillas de un detergente especial, un buen chorro de suavizante y tras programar la lavadora se zambulló en el tambor.

Transcurrida una hora, salió. Pareció haber funcionado, cinco señoras lograron compartir el espacio con él sin sobresaltarse. Incluso una mujer lo tocó, lo alzó al aire y preguntó  —¿alguien ha perdido un calcetín?—. Quedó tendido sobre una lavadora. Harto de fingirse estático, Tufo, se puso en pie y gritó: —¿es que nadie se va a apiadar de mí? —pegó un salto de la lavadora al suelo. Tal mínimo esfuerzo le hizo recuperar en el acto su hediondo perfume.

Cinco cabezas giraron con ímpetu al unísono. Cinco muecas de horror dibujaron sus caras. Cinco vómitos como cascadas cubrieron el suelo.

Tufo volvió a encontrarse solo y salió huyendo. Continuó su camino hacia ninguna parte hasta tropezar con un pie. Era de un vagabundo de olor espantoso que dormía tumbado en medio de la acera. Usaba un solo calcetín. Tufo reconoció tal tesitura como su última tentativa de conseguir una vida útil.

Agobiado por la más que improbable idea de que otro calcetín pudiera adelantarse a su plan, se arrugó sobre sí mismo y de un salto se acomodó embutiendo aquel hinchado pie.

El vagabundo borracho llenó sus pulmones de aire contaminado por Tufo y su borrachera desapareció al instante conduciéndole a un insólito estado de sobriedad. No reconoció el calcetín aunque quizá, pensó, estuviera teniendo una de tantas lagunas mentales que a menudo sufría.

Una fría noche, el portador de tan jugosa media fue visitado por dos amigos que se sentaron junto a él rodeando un fuego. Uno de ellos, el más viejo, iba borracho hasta que inhaló el aroma del callejón. Quedó sobrio de inmediato.

––¿Qué te pasa, que te has “quedao callao”? —le preguntó el anfitrión.

––Algo me ocurre, no me encuentro bien —respondió, frotándose el vientre.

Los dos harapientos visitantes sintieron sus estómagos sonar y revolverse, a continuación llegaron las arcadas y sus vómitos sincronizados apagaron el fuego.

—¡Pero qué hacéis!, ¿venís aquí a joderme? —preguntó encolerizado a sus invitados.

–—No somos nosotros, es este lugar, huele asquerosamente mal, o quizá eres tú que te estás pudriendo —dijo con voz bronca el más anciano de los dos.

El nuevo dueño de Tufo olisqueó preocupado el olor nauseabundo. Se miró el dedo gordo del pie derecho que le salía por el roto del calcetín. Sintió picor. Se rascó el pie rasgando la mugrienta tela del calcetín. Tufo, no tenía edad para soportar esos tirones:

—¡Ah!, —exclamó.

—¿Habéis oído eso? —preguntó el vagabundo sorprendido a sus dos amigos.

—Tienes algo ahí dentro —dijo el escuálido y joven visitante, señalando al calcetín.

El mendigo se lo quitó, lo elevó para inspeccionarlo y vomitó sobre sí mismo. Profirió una larga retahíla de improperios e inusitadamente comenzó a caminar encorvado y cojeando, para lanzar al contenedor de basura a nuestro apestoso protagonista.

Tufo quedó enredado en un par de clavos de un tablón de madera. No podía escapar a pesar de encontrarse la tapa del cubo entreabierta. Escuchó el motor del camión de la basura, se tambaleó en el interior mientras arrastraban el cubo y comenzó a ascender impulsado por los brazos de acero del camión. Logró soltarse, podía ver el suelo a través de la tapa entreabierta. Tenía la oportunidad de saltar y salvar la vida. En ese preciso instante, dudó. Tal demora fue suficiente, cayó al interior del camión terminando así con su indefectible miseria.

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Máxima ansiedad


La tierra comienza a tambalearse incesantemente a mi alrededor. Permanezco paralizado para recuperar la estabilidad.
Me encuentro en una extensa meseta delimitada por una cordillera que me rodea. Una roja claridad envuelve el ambiente sobre la niebla diseminada. Al fondo, las montañas oscuras dibujan su silueta ante el cielo carmesí. El suelo apenas se distingue escondido en la penumbra, se aprecian cárcavas o grietas a través de las cuales podría emanar lava. Es inútil permanecer en equilibrio, cuanto más lo intento más lejos estoy de conseguirlo. Una gota de sudor se desliza por la nuca y atraviesa la espalda sinuosamente hasta ser devorada por un pliegue de la ropa que obstruye su camino. Todo mi cuerpo arde acalorado. Miles de gotas transpirando al unísono me empapan.
Las montañas se acercan hacia mí concéntricamente, no hay posibilidad de huir. La línea del horizonte comienza a elevarse con rapidez apagando el fuego rojo del cielo. La penumbra se transforma en una abrumadora oscuridad. Me encuentro anquilosado con los ojos fuera de sus órbitas, inmovilizado como un roedor acechado por un gato que presiente su destino fatal. Saco las garras, suplicantes, todos los dedos se tensan y tiemblan.
Grito histérico ante una muerte inminente aplastado por las montañas que avanzan inexorablemente hacia mí hasta que, de pronto, se paran en seco, respetando el espacio que ocupa el exiguo volumen de mi cuerpo entre ellas. Se han alzado a centenas de metros de altura en torno a mí, formando el agujero en el que me encuentro. Grito hasta la extenuación consumiendo todo residuo de energía. Sin voz ni esperanza, la resignación trae la calma.
Lentamente abro los ojos. Me encuentro sentado en un sofá rodeado de personas que absortas me observan, escrutan cada uno de mis movimientos. El suelo vuelve a tambalearse, las montañas se abalanzan hacia mí bajo un cielo en llamas. Necesito huir de aquí y no volver jamás.

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Tras el telón de mis párpados, apareces

en el interior de mi cama, atrapada

Desnuda te encoges, rendida en la trampa

Permite mi amor te mantenga abrigada

Sumisa, suspiras al calor de la manta

tiras de ella me privas cuando te meces

Con delirios de angustia te invoco

delicada y de ardiente cortesía

Consuelo eficaz que mitiga el sofoco

retenida, bajo esta capa sombría

Con mudas palabras te imploro,

zanjemos ahora esta lucha porfía

Qué martirio, apreciar el roce de tu pecho,

carne voluptuosa de tu cuerpo censurado

Qué aciago compás mi latido maltrecho

enamorado, sin saberse compensado

Si alientas el vacío que existe en mi lecho

aplacarás el ansia de tu encanto anhelado

Extiende la mano y entrégate a mí

Agárrame fuerte y bailemos la danza

Te canto y susurro más cerca de ti

enardecido, soy yo quien avanza

para tenerte entre mis brazos con frenesí

Mas en la negrura se disipa tan tenue alianza

una sábana encuentro y nada tras de sí,

abatido quedo, con desespero y sin sombra de esperanza

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Médico de familia

El doctor Torrijos había comido un buen cocido madrileño aquel día. Viajaba plácidamente sentado en el autobús de vuelta al centro de salud. La tarde iba a ser larga, repleta de pacientes que, probablemente, demorarían su horario de salida. Le sobresaltó un sonido como de cañería atascada. Creyó que procedía de las tripas de la persona que viajaba sentada a su lado, sonaban como si estuvieran degollando un gorrino. Sorprendido, lo miró e inmediatamente el señor se dirigió a él:

—No se preocupe son cosas que ocurren a menudo.

El doctor advirtió en su voz cierto tono de tolerancia. Pero no tenía ni idea de lo que aquel hombre estaba hablando. Perplejo, le respondió:

—¿Cómo que no me preocupe, a qué se refiere?

—Me refiero a sus tripas, pueden escucharse en todo el autobús —afirmó el señor, risueño.

Por un momento le hizo dudar. Convencido de que el señor se hallaba en un error, le dijo con benevolencia:

—Perdone pero no son mis tripas, son las suyas.

—No señor, se lo aseguro —le replicó, sereno— no suelo tener ese tipo de problemas.

—Pues no lo entiendo, iba a ofrecerle un Aero-red.

—Tómeselo usted, yo estoy muy bien.

No supo qué decir. El autobús paró, se abrieron las puertas y comenzó a subir más gente. De nuevo, un tronar de tripas irrumpió en el autobús como un volcán en erupción. Detrás de él se escucharon unas risas y la anciana sentada a su izquierda no le quitaba la vista de encima. El doctor, de vocación, decidió insistir:

—Oiga, soy médico y le recomiendo que se haga un chequeo —intentaba ser comprensivo—. Esos ruidos no son normales.

—Le repito que no soy yo. ¿Cómo tengo que decírselo? A mí no me suenan las tripas. —Le explicó airado alzando la voz.

El autobús volvió a arrancar. La anciana de la izquierda reclamó la atención del doctor con un gesto, invitándolo a inclinarse hacia ella para hacerle una recomendación.

—Escuche señor, coja dos hojas de laurel, póngalas a hervir durante diez minutos y tómese cuatro tazas al día. —Susurró la señora con suma discreción.

—Gracias señora pero sé perfectamente lo que hay que hacer en tales casos, además, yo no tengo gases.

—Bueno, no se ponga así caballero, sólo pretendía ayudar. —protestó la señora.

—No me pongo de ninguna manera, simplemente le digo que no necesito tomar laurel. —Contestó con cierta irritación.

Volvió a escucharse un terrible estruendo, como si acabaran de demoler un edificio. Inesperadamente el médico pareció entender lo vergonzoso que podría resultar para aquel hombre reconocer un problema semejante. Trató de ser sensato, así que extrajo de un bote, un par de comprimidos y los depositó sobre la pierna de su vecino viajero. Éste, sorprendido, los tiró de un manotazo.

—¿Es que no me va a dejar en paz? —Le exigió— ¡Es usted un pesado, por el amor de dios!

—Lo hago por su bien, pero como usted quiera. —Respondió decepcionado.

—Creo que se está poniendo muy pesado ya con todo esto —protestó una señora de delante— no es necesario montar este espectáculo. Suficiente es ya escuchar sus tripas.

—Sí, debería de tranquilizarse ya y estarse calladito. —Dijo el señor de atrás.

—Es usted muy cansino. —Comentaron unos chavales del fondo que andaban mofándose por lo sucedido.

Todos los pasajeros protestaron por el comportamiento del doctor esperando recuperar la tranquilidad perdida de forma concluyente. El doctor Torrijos se levantó encolerizado y, dirigiéndose a ellos, sacó un manojo de medicinas de la bata.

—¿Es que no lo entienden? ¡A mí no me suenan las tripas! —Gritó desesperado.

En un arrebato de furia le lanzó un bote de pastillas a una señora:

—¡Tome, cuídese la garganta!

Al pasajero de los gases le dió en la cabeza con el bote de Aero-red.

—¡Tómeselo entero a ver si se atraganta! —gritó.

Lanzó dos cajas más, de medicamentos a los pasajeros que lo miraban con estupor y alguna que otra risa. Se abrieron las puertas del autobús, dio la media vuelta para bajarse y en ese preciso momento, un golpe en forma de sonoro collejón apresuró su salida. No se molestó en mirar atrás. Caminó como propulsado y con paso ligero, directo hacia la consulta, con cinco dedos marcados en la nuca.

Llegó a la consulta, abarrotada de pacientes. Salió de su despacho y se dispuso a leer la lista de los cinco primeros:

—Luis Flato Valencia, Josefa Jiménez Gil, Raimundo Gómez Gómez… —El primero de los nombrados entró mientras el doctor se acomodaba en su sillón y se ponía las gafas.

—Siéntese —le dijo, sin apartar la vista de la pantalla ordenador. —Se llama usted Luis Flato Valencia, ¿verdad?

Una espectacular explosión interrumpió la quietud de su despacho. El facultativo, desconcertado, alzó la mirada hacia el paciente para constatar que se trataba, otra vez, de aquel personaje del autobús.

—Lo siento doctor por el sonido de mis tripas, vengo a hacerme un chequeo. —Dijo apesadumbrado.

—Cierto, tiene usted un espantoso problema de flatulencia y esos apellidos que tiene no le ayudan —dijo con sarcasmo—. Francamente, es la segunda vez en este día que me topo con una persona como usted, hace un rato en el autobús… el sonido que producía era nauseabundo —lo miraba fijamente a los ojos esperando que su paciente lo reconociera.

—¿Qué puedo hacer doctor? —preguntó, desentendiéndose por completo de los comentarios mal intencionados de su médico de cabecera.

—Pues verá usted, yo creo que un problema como el que tiene no se lo quita ni San Judas —expresó con inquina esperando la reacción de su interlocutor— la única opción que creo posible contemplar es la del suicidio, ¿cómo lo ve querido amigo?

—No sé qué me intenta decir, está usted muy raro. Lo único que quiero es que me recete algún medicamento que me alivie. Estos sonidos son inaguantables.

—Así a priori, se me ocurre sacudirle un bofetón, ¿cree usted que podría venirle bien?

Otro estruendo volvió a hacer temblar los cimientos del edificio.

—¡Ay! doctor, qué mal me encuentro. —Se quejaba mientras con un codo en la mesa apoyaba la cabeza sobre la mano —no entiendo nada de lo que me está diciendo.

El esfuerzo era inútil. No estaba dispuesto a reconocer nada de lo ocurrido recientemente.

—Está bien —dijo el médico resignado a los hechos— le voy a hacer unas recetas pero de momento tómese un par de pastillas de esas que le di antes, ya sabe… —Le sugirió mientras escribía las recetas.

—No sé de qué me está hablando doctor —respondió con indolencia—. Iré directo a la farmacia a comprar lo que me dice. Por cierto, recuerdos de mi hermano —le dijo al doctor Torrijos mientras salía de su consulta.

—Me temo que no conozco a su hermano. Llevo trabajando aquí un mes escaso. —Le contestó, pero ya se había marchado.

Un trueno espectacular volvió a alterar el orden de las cosas en la estancia. El doctor miró a su alrededor y a su estómago después.

Abrió un bote de Aero-red y se tomó un par de comprimidos.

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